Las diez mujeres más influyentes en la historia de la ciencia
Seguramente si se nos pidiese que enumerásemos diez científicos que han ayudado a conocer el mundo que nos rodea y a mejorar nuestras vidas, incluso los más despistados podríamos confeccionar una lista más o menos parecida: Arquímides, Einstein, Galileo, Newton, Darwin, Pasteur, Pascal, Hawking, Tesla e incluso un español, Ramón y Cajal, para completar la decena. Si la pregunta fuese enfocada hacia científicas, la cosa sería más complicada. Marie Curie no tardaría en ser nombrada, pero el resto de las posiciones serían difíciles de llenar
Debido a las dificultades que durante gran parte de la Historia han tenido las mujeres para acceder a una formación intelectual equivalente a la de los hombres, sus aportaciones al desarrollo científico han sido significativamente (apabullantemente) menores. Sin embargo, sí han existido figuras femeninas que por azar o por empeño lograron superar esas barreras y estudiar, investigar, publicar y, en definitiva, aportar su grano de arena al progreso común en forma de avances científicos.
Aunque poco a poco las barreras se eliminan, el binomio mujeres y ciencia aún es desequilibrado.Nature publicó un especial sobre la materia hace ahora un año, en el que concluía que aún quedaba mucho camino por recorrer en lo que se refiere a la desigualdad en la ciencia.
La revista New Scientist también enfocó este asunto con una encuesta en la que pedía a los lectores que elegiesen a las mujeres más influyentes de la historia de la ciencia. Repasamos aquí las diez figuras elegidas, aunque son muchas más las que se quedan fuera y que cuya figura merece ser rescatada.
Marie Curie, la científica más conocida
Como no podía ser de otra forma, Marie Curie encabeza el ranking. Nacida en Varsovia en 1867, Maria Sklodowska era hija de un profesor de secundaria que se esmeró en darle una buena formación científica, que ella completó graduándose en Física y en Ciencias Matemáticas por la Universidad de la Sorbona.
Allí conoció a Pierre Curie, profesor de la Escuela de Física en 1894, y se casó con él al año siguiente. Trabajó con él durante años, compaginando investigación y docencia. El descubrimiento de la radioactividad por Henri Becquerel en 1896 les inspiró para llevar a cabo los experimentos por los que lograron aislar el polonio y el radio. Sus métodos permitían separar el radio de los residuos radiactivos en cantidades suficientes como para estudiar sus propiedades.
En 1903, la Academia Sueca otorga el Premio Nobel en Física a Henri Becquerel, Marie Curie y Pierre Curie por sus respectivos trabajos en el descubrimiento y comprensión de la radioactividad. Tres años después, Pierre Curie muere repentinamente en un accidente. Marie asumió su puesto de profesor, convirtiéndose en la primera mujer en enseñar en la Universidad de París. En 1910 recibió su segundo Nobel, en esta ocasión en Química, por lograr aislar por primera vez un gramo de radio.
Durante años trabajó con su hija Irène (que también recibió un premio Nobel en 1935) para dar a conocer y aplicar el papel de la radioactividad en el campo de la medicina. Pero precisamente las consecuencias de ese fenómeno fueron minando su salud. Murió, ciega a causa de la radioactividad, en 1934.
Rosalind Franklin, la aportación olvidada
2014 ha sido declarado por la ONU como el Año de la Cristalografía, una disciplina científica en la que destacó Rosalind Franklin. Esta británica, nacida en Londres en 1920, jugó un papel clave en el descubrimiento de la estructura del ADN, aunque fue injustamente tratada por sus colegas y su participación no fue reconocida adecuadamente hasta años después.
Nacida en una adinerada familia judía, Franklin siempre supo que quería estudiar ciencias. Se matriculó en Cambridge, donde se doctoró en Química y Física. En 1941 comenzó a trabajar en la Asociación Británica de Investigación de la Utilización del Carbón, y poco después viajó a Francia para trabajar con el cristalógrafo Jacques Mering, del que aprendió a utilizar la difracción de rayos X para crear imágenes de la estructura de la materia sólida cristalizada.
Este talento fue clave para la observación por primera vez de la estructura del ADN, un logro que valió a sus autores el Nobel de Medicina en 1962. En 1951, Franklin entraba a trabajar en el King’s College de Londres como investigadora asociada. Allí, gracias a sus conocimientos, desarrolló la técnica y el instrumental para fotografiar muestras de ADN que permitían reconocer su misma estructura.
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La aportación de Franklin, sin embargo, fue menospreciada y olvidada. En 1953 las imágenes fueron divulgadas sin su permiso, y su aportación no fue reconocida. Cuando el nobel se otorgó por el descubrimiento, Franklin ya había fallecido a causa de un cáncer de ovarios, provocado probablemente por las largas horas de exposición a los rayos X sin la protección necesaria.
Hipatia de Alejandría, la primera científica
El personaje de Hipatia de Alejandría, que aparece retratado en la película Ágora, es reconocido como el de la primera mujer científica de la historia. Se cree que vivió entre finales del siglo IV y principios del V en Alejandría (hoy Egipto). Hija del filósofo, astrónomo y matemático Theon, su vida transcurrió en el epicentro del saber y la cultura de la ciudad.
Su padre la educó en las ciencias, no solo en conocerlas, sino en desarrollarlas de forma activa. Participaba en debates como uno más, en una época en la que las mujeres apenas tenían voz, y desarrollaba experimentos relacionados con la astronomía y el razonamiento matemático. Se conserva su correspondencia con Sinesio de Cirene, uno de sus pupilos cristianos que llegó a ser obispo, en el que éste alaba sus habilidades científicas.
Fue autora de varios tratados de matemáticas y astronomía, entre ellos Comentarios al álgebra de Diofanto (del que redactó 13 volúmenes) y el Canon Astronómico. Editó algunas de las obras de su padre y colaboró con él otros de sus tratados. Lamentablemente, todo su trabajo se perdió y solo se conoce debido a citas y referencias de autores posteriores a ella. Según los documentos de Cirene, construyó un astrolabio, un hidroscopio y un hidrómetro.
Según los historiadores, un cambio de gobierno en Alejandría puso a Hipatia en una situación de riesgo: era muy cercana al anterior prefecto, además de demasiado liberal y con puntos de vista filosóficos y científicos inapropiados, sobre todo para una mujer. Hipatia fue asesinada en medio de los disturbios por un grupo de cristianos y Alejandría, símbolo en otra época de cultura y progreso, comenzó a decaer.
Jocelyn Bell, buscando hombrecitos verdes
Otra autora de un importante descubrimiento que vio cómo la comunidad científica la ignoraba para entregar su reconocimiento a otros, Jocelyn Bell fue la primera astrofísica que descubrió la radioseñal de un púlsar.
Nacida en Belfast, Irlanda, en 1943, Bell era hija de un arquitecto y ávido lector en cuya biblioteca comenzó a enamorarse de la astronomía. Sus padres querían que recibiese una buena educación, y cuando suspendió el examen para acceder al siguiente ciclo educativo, la enviaron a una escuela en el extranjero para que siguiese estudiando.
En 1965 se graduó en Física por la Universidad de Glasgow, y más tarde comenzó su doctorado en la Universidad de Cambridge. Fue durante este periodo cuando descubrió los púlsares. Los dos primeros años en Cambridge, Bell se dedicó a colaborar en la construcción de un radiotelescopio que se utilizaba para estudiar quásares. Una vez puesto en marcha, Bell utilizaba el instrumento para analizar un total de 120 metros de gráficos impresos en papel cada más o menos cuatro días.
Tras varias semanas, Bell descubrió unas extrañas marcas en el papel, producidas por una señal de rápido demasiado rápida y demasiado regular para provenir de un quásar. A pesar de su insignificante apariencia, la joven reconoció la importancia de esa señal. Acababa de detectar la primera evidencia de la existencia de un púlsar.
Claro que en aquel momento no sabía lo que era aquella señal. Ella y su director de tesis, Anthony Hewish denominaron la señal LGM, las iniciales deLittle Green Men (pequeños hombres verdes). Pensaron que podían perfectamente ser señales de extraterrestres.
En 1968 el descubrimiento de Bell fue publicado en la revista Nature. Investigaciones posteriores identificaron las señales como provenientes de estrellas de neutrones girando a gran velocidad. Recibieron el nombre de púlsares. En 1974 Hewish y Martin Ryle recibieron el Nobel de Física por el descubrimiento de los púlsares, el primero dado a un trabajo astronómico. Bell no fue incluida en el reconocimiento, algo a lo que ella siempre ha quitado importancia.
Ada Lovelace, la primera programadora
Cada año, el 15 de octubre se celebra el Día de Ada Lovelace, un día para hacer visibles a todas las mujeres que se dedican a la ciencia, la ingeniería, la tecnología o las matemáticas. ¿Por qué Ada Lovelace? Porque su contribución a un campo tan mayoritariamente masculino como es la programación fue notable. No solo es considerada la primera mujer programadora, es que fue la primera programadora que hubo en la historia.
Ada Lovelace nació Ada Augusta Byron en la Inglaterra victoriana de 1815. Su madre se encargó de iniciarla en la filosofía y las matemáticas, algo para lo que demostró tener un talento. En 1834 conoció a Marie Somerville, también especializada en matemáticas, y a Charles Babagge, con el que aprendió a pensar cómo aplicar las matemáticas a la tecnología.
Babagge intentaba desarrollar una nueva máquina de cálculo, que pudiese actuar según una predicción determinada. Ada comenzó a trabajar con él esta máquina que almacenaba datos y efectuaba operaciones repetitivas.
En 1843, con permiso de Babagge, publicó un texto sobre el invento, mostrando cómo funcionaría y dando instrucciones para usarla, utilizando un algoritmo matemático. También sugería el uso de tarjetas perforadas para introducir programas, un sistema similar al que se utilizó mucho tiempo después para crear programas informáticos. Firmó el artículo solo con sus iniciales, para no revelar que lo escribía una mujer.
Ada murió en 1851 víctima de un cáncer de útero. Más de cien años después, en 1979, el Departamento de Defensa estadounidense dio su nombre a un lenguaje de programación, y cada año el 15 de octubre se recuerda su nombre y su crucial aportación a la tecnología.
Lise Meitner, mujer y judía en la Alemania nazi
Lise Meitner reunía tres características que eran inconvenientes en la época que le tocó vivir, principios del siglo XX: era mujer, judía (aunque más tarde se transformó al protestantismo) y austriaca. Aun así, su empeño incansable por estudiar e investigar le llevó a participar en el descubrimiento de la fisión nuclear, además de investigar la teoría atómica y la radiactividad. Sin embargo, una vez más, su aportación fue ignorada a la hora de los reconocimientos y fueron otros los que recibieron el correspondiente premio Nobel.
Nacida en Viena en 1878, Meitner tuvo que dejar los estudios a los 14 años, como ocurría a todas las chicas en Austria. Cuando cumplió 21, sin embargo, las mujeres ya eran admitidas en las universidades, así que dedicó un par de años a preparar los exámenes de ingreso. Era brillante en matemáticas y física, y se doctoró en 1906.
Escribió a Marie Curie para ir a su laboratorio a trabajar, pero allí no había sitio, así que se trasladó a Berlín, donde colaboró con Otto Hahn en el análisis de los elementos radiactivos. Su condición de judía, sin embargo, la obligaba a trabajar en el sótano y no podía acudir a muchas conferencias ni lecciones. Siguió colaborando con Hahn incluso después de tener que huir a Suecia en 1938 debido al ascenso del partido nazi.
Cuando Hahn descubrió que los átomos de uranio se dividían al ser bombardeados con neutrones, ella calculó la energía liberada en el proceso, y llamó al fenómeno fisión nuclear. Este proceso fue la base sobre la que se desarrolló años después la bomba atómica, aunque Meitner no creía que debiese sentirse culpable por ello. “No se puede culpar a los científicos por el uso que los técnicos de la guerra dan a nuestros descubrimientos”. Este logro le valió a Hahn el Nobel de Química en 1944, pero la aportación de Meitner fue pasada por alto. Sin embargo, recibió otros reconocimientos: el elemento 109 de la tabla periódico recibió en su honor el nombre de Meitnerio.
Dorothy Crowfoot Hodgkin, entre la arqueología y la química
Dorothy Crowfoot nació en 1910 en El Cairo por pura casualidad. Su padre trabajaba en el Servicio Educativo Egipcio, pero se trasladaron pronto a Sudán. Su interés por la arqueología fue heredada por su hija, que durante años compaginó su pasión por esta disciplina con su curiosidad por la química.
En su estricta escuela británica, solo ella y otra compañía recibieron permiso para estudiar química en una clase donde todos los demás eran chicos. A los 18 se matriculó en una de las escuelas femeninas asociadas a la Universidad de Oxford y después se trasladó a Cambridge para seguir estudiando química y cristalografía.
Dedicó años a utilizar la cristalografía por rayos X para estudiar la estructura de moléculas que le resultaban interesantes, entre ellas la penicilina, la insulina y la vitamina B12, conocimientos que han sido relevantes en el desarrollo de tratamientos para diversas enfermedades. Por este trabajo, recibió en 1964 el Nobel de Química.
Sophie Germain, una hija de la Revolución Francesa
Sophie Germain nació en París en una familia aburguesada en 1776, 13 años antes de que prendiese la chispa de la revolución en Francia. De hecho, su padre fue elegido representante del Tercer Estado en la Asamblea Constituyente de 1789, momento que se marca como el comienzo de aquel periodo.
Pero Sophie no compartía el ardor político de su padre. Convencida de que a su familia solo le interesaba la política y el dinero, se encerró en la biblioteca de su casa a leer, y quedó prendada para siempre de las matemáticas.
A los 18 años, cuando se fundó la Escuela Politécnica de París (en la que las mujeres por supuesto no estaban admitidas) se las apañó para hacerse con los apuntes de algunos cursos que estudió por su cuenta. Elaboró un trabajo de fin de curso, que firmó con nombre de hombre, y lo presentó en la escuela. Su desarrollo impresionó al profesor que lo recibió, que la felicitó efusivamente al conocerla, y la animó a seguir estudiando.
Se carteó con algunos de los matemáticos más relevantes de su tiempo, entre ellos Carl Friedrich Gauss, cartas que firmaba también con pseudónimo masculino. En ellas, Gauss elogia su teoría de los números. Su trabajo también se orientó a la resolución del Último Teorema de Fermat, también conocido desde entonces como el Teorema de Germain hasta que fue reinterpretado décadas después.
En 1808, el Instituto de Francia abrió un concurso para encontrar la solución a un problema concreto. Germain fue la única en presentar un desarrollo, que no fue aceptado como solución. Lo intentó en dos ocasiones más, y fue su última propuesta la que resultó ganadora.
Sin embargo, no acudió a recoger su premio. Era la cima de su carrera científica, pero sintió que era tratada con condescendencia por sus colegas hombres, que no la respetaban. En 1825 envío un artículo en el que profundizaba en su solución. Según los historiadores J J O’Connor y E F Robertson, sus desarrollos tenían algunas deficiencias, pero en vez de señalárselas, la comisión simplemente ignoró el artículo y a su autora.
Rachel Louise Carson, defensora de la vida salvaje
Rachel Carson, nació en Springdale, Pensilvania en 1907, y fue su madre la primera que le inculcó el respeto y el amor por la naturaleza y la vida salvaje, que ella desarrolló primero como escritora y luego como estudiante de biología marina.
Fue contratada por el gobierno estadounidense para escribir discursos durante la Gran Depresión, y completaba sus ingresos escribiendo sobre historia natural para periódicos locales. En 1936 se convirtió en editora jefe de todas las publicaciones del Servicio de Pesca y Vida Salvaje de Estados Unidos.
Escribió artículos sobre conservación y recursos naturales, y en los 50 publicó sus dos obras más famosas, que conformaban un detallado estudio sobre los mares por el que fue premiada y que la hicieron famosa como naturalista y escritora científica.
Preocupada por la proliferación de los pesticidas sintéticos tras la Segunda Guerra Mundial, cambió su foco de investigación para alertar al público de las consecuencias de su uso a largo plazo, y reclamó un cambio en la forma en la que los seres humanos aprecian y explotan la nauraleza.
Jane Goodall, entre chimpancés
Jane Goodall, una de las primatólogas más importantes y seguramente la más conocida, estuvo a punto de no convertirse en quien es hoy por los problemas económicos que vivió en su juventud. Nacida en Londres en 1934 en una familia humilde, no pudo terminar sus estudios y empezó a trabajar como camarera.
En 1957 todo cambió: en un viaje a Kenya conoció a Louis Leakey, paleoantropólogo, que la contrató como secretaria y le inculcó su pasión científica y su amor por los animales. Al año siguiente la envió a Londres a formarse en la materia con John Napier, y más adelante a Cambridge, donde se doctoró en etología.
Siempre bajo la dirección de Leakey, Goodall viajó a Tanzania, donde comenzó a investigar sobre el terreno y a elaborar las teorías que la hicieron famosa. Estudiaba a los chimpancés como individuos, a los que nombraba y conocía uno a uno. Así descubrió que cada animal desarrolla su propia personalidad y que las emociones no son algo ajeno a ellos, una teoría que nadie había considerado factible hasta entonces.
Su trabajo fue criticado precisamente por ese enfoque tan subjetivo que daba a su investigación. Había quien consideraba que sus observaciones no eran científicamente objetivas, ya que había cierta implicación emocional con los animales. Sin embargo, el enfoque subjetivo se ha ido aceptando sobre todo en las ciencias sociales, y las teorías de Goodall siguen siendo hoy consideradas válidas en la primatología.
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