La dominación femenina existe, al menos en la práctica sexual
Deidrah es la coqueta mona que, sin vestirse de seda, mordisquea la oreja de Oppenheim, el mono Rhesus al que seduce con frecuencia. Estos dos animales son los protagonistas de la investigación que está llevando a cabo el equipo de Kim Wallen, psicólogo y neuroendocrino, licenciado en la Emory University. El investigador lleva décadas trabajando en el Yerkes Primate Research Center, a las afueras de Atlanta, observando el hábitat –provisto de cuerdas, tablas y escaleras– en el que viven 75 monos Rhesus. Se trata de la especie que, en los años cincuenta y sesenta, fue enviada al espacio a modo de prueba, para comprobar si un ser humano sobreviviría a una escapada a la luna.
Mediante la minuciosa observación de los hábitos sexuales y de apareamiento de estos monos, los científicos están llegando a conclusiones inusitadas, contrarias a las establecidas.
“Las hembras eran pasivas. Esa era la teoría a mediados de los setenta”, recuerda Wallen, y añade que “el olor de las hembras atraía al macho, que era quien iniciaba la actividad sexual”. Pero parece que la ciencia se las ha arreglado para eludir el deseo femenino, que ha resultado ser muy importante en este tipo de comportamientos.
Sin embargo, el papel dominante de las monas no es algo estrictamente nuevo, sino que había sido ignorado y archivado sin contemplaciones. Cuando ejercieron de astronautas primerizas, se observó que las mujeres eran peleonas y homicidas, las sargentas en el conflicto brutal, las gobernantas. Todo ello se puso por escrito en artículos publicados en los años treinta y cuarenta, pero estos fueron enterrados y su contenido, condenado al olvido. “Aquel comportamiento iba totalmente en contra de las ideas preconcebidas acerca del papel dominante de los machos”, afirma Wallen, “de modo que simplemente se ignoró”.
Un cambio de perspectiva
Parece, pues, que el papel pasivo atribuido a las hembras no está del todo sustentado. Pero, además, las evidencias de lo contrario estaban, según los investigadores, en frente de sus narices: tan seguros estaban del rol dominante del macho que eran incapaces de observar lo que realmente ocurría ante sus ojos. Pero ahora la ciencia ha dado un giro hacia la observación de la sexualidad femenina. Este campo ha comenzado a explorarse gracias al intento de ver más allá del estereotipo del deseo femenino y la monogamia. Wallen y sus primates han contribuido a poner los puntos sobre las íes.
Los adultos machos acechan a las hembras en los límites de su dominioNo obstante, en lo que respecta a lo inconsciente que ha sido la ciencia del origen y las reacciones del deseo femenino, el investigador no sólo culpa a las ideas preconcebidas, sino también al acto sexual en sí. “Cuando se observa la interacción sexual, es fácil ver lo que el macho está haciendo: está empujando. Se requiere una verdadera concentración en la interacción al completo para ver lo que está haciendo la hembra. Pero una vez que lo ves realmente, no puedes volver a pasarlo por alto”, sentencia Wallen.
Cuando los monos se encuentran en su hábitat natural, en las montañas y los bosques asiáticos, los adultos machos acechan a las hembras en los límites de su dominio. Las hembras los invitan a servirlas sexualmente.
Los machos se quedan –deseables y prescindibles– hasta que las hembras pierden interés en ellos. Una vez que ellos son despachados (o despechados), se les reemplaza.
En sus instalaciones, Wallen sacaba a los sementales e introducía nuevos machos cada tres años, el tiempo en que sus encantos comienzan a decaer. Tiempo medido en función de la reducción de la frecuencia de las cópulas (casi siempre propiciadas por las hembras). En la naturaleza la atracción duraba sólo un poquito más.
La novedad
Como han comprobado estos investigadores en sus instalaciones, las hembras son muy hostiles ante la inclusión de una nueva hembra –que será acosada hasta la muerte– y muy receptivas ante un novedoso ejemplar masculino (¿estamos hablando de monos?).
Sin la iniciativa de la hembra, lo más probable es que la cópula no tenga lugarPor otro lado, una de las asistentes del proyecto, Amy Henry, admira los devotos mimos que, como madre, Deidrah propicia a sus pequeños. Dice que no siempre ocurre así, y que la mona se muestra protectora y amorosa. No obstante, cuando Oppenheim ocupa su mente el instinto maternal parece desaparecer. Deidrah pasa a ignorar al bebé, casi como si fuera un extraño, en el momento en que se encuentra en mitad de la ovulación, con sus libidinosas hormonas en niveles altos. Entonces, la mona se sitúa en frente del macho, se agacha y da golpes con la mano en el suelo, insistentemente. Según los investigadores, “el equivalente a desabrocharle el cinturón a un hombre”. Es evidente, cuando se observa con detenimiento, que es ella la que toma la iniciativa.
Wallen señala otro de los motivos, casi logístico, que puede haber llevado a esta confusión en cuanto a los papeles sexuales del macho y la hembra. Hacia los años setenta, para la observación del apareamiento se metía a los monos en jaulas estrechas. Así, los machos parecían ser los iniciadores de la cópula, porque la proximidad obligada de las hembras era interpretada como el acoso seductor que acabamos de describir. Una vez establecidos en las instalaciones de Yerkes la situación cambió.
Los hábitats reproducían mejor las condiciones de la naturaleza y eran mucho más amplios. Entonces se pudo observar que, en realidad, el sexo (o la falta de él) dependía casi exclusivamente de la actitud de la mona. La hembra acosa al macho sin cesar, lo lame, le acaricia la barriga, se la besa, le da golpecitos, está ansiosa. Sin todo ese ritual previo, lo más probable es que la cópula no tenga lugar.
Las hembras como depredadoras sexuales
¿Son las hembras la parte activa de la relación sexual en otras especies de monos? Según Wallen, es pronto para saberlo, pues aún no se han hecho estudios lo suficientemente meticulosos. En el caso de los monos capuchinos, de los macacos de Togian y de los macacos de cola de cerdo, son efectivamente las hembras las depredadoras sexuales. También en los orangutanes estas escenas han sido documentadas, por primera vez en los años ochenta: el macho tumbado, enseñando su buena disposición sexual a la dama, pasivamente esperando a que la hembra le monte. De igual modo los bonobos o chimpacés pigmeos esperan a que la hembra ávidamente se ponga manos a la obra y se dé a la actividad sexual con los machos, y también entre ellas.
Tras el ritual llevado a cabo por Deidrah, Oppenheim finalmente sucumbió y ambos monos copularon. Pero las monas no son sólo las que toman la iniciativa, sino que, además, son insaciables. Pocos minutos después la hembra volvía a acosarle y, si no encontraba una reacción satisfactoria, probablemente iría en busca de otro macho. En palabras de Wallen, “ella tiene relaciones sexuales y, mientras él se da al sesteo en el período post-eyaculatorio, ella se levanta inmediatamente y va en busca del siguiente”.
Las investigaciones parecen apuntar a que, al menos científicamente, no estamos lo suficientemente atentos a lo que las mujeres demandanRastreando los comportamientos de la instalaciones, Wallen se ha preguntado muchas veces si estas conductas se aplican también a los humanos y si, “a causa de los imperativos y las convenciones sociales, las mujeres no toman la iniciativa normalmente o no reconocen la intensa motivación que las monas obedecen”. Sus décadas de estudio abarcan la especie humana tanto como el ámbito de los monos Rhesus, y el investigador se muestra seguro de que, efectivamente, lo mismo debe pasar en los humanos, aunque su realización última no sea esa debido a una serie de factores culturales.
Wallen no pretende establecer una correspondencia exacta entre Deidrah y la mujer media. Hay demasiada complejidad en juego como para proponer semejante ecuación. Simplemente, como muchas otras investigaciones acerca de la sexualidad animal y la humana, el trabajo de Wallen con nuestros ancestros pone en duda las asunciones convencionales, según las cuales la mujer tiene de manera innata menos energía sexual que el hombre. Este tipo de conclusiones también rebaten la idea de que el hombre está programado por la evolución para expandir su semilla –es decir, para ser promiscuo–, mientras que la mujer está (hablando grosso modo) genéticamente forzada a encontrar el hombre/padre adecuado, por lo que tiende a la monogamia.
Esas nociones tradicionales pueden ser reconfortantes para la sociedad (la mitad de la población está, de algún modo, biológicamente programada para garantizar la estabilidad), pero los científicos que han estudiado recientemente los comportamientos sexuales de diferentes tipos de primates están llegando a conclusiones muy distintas. Las investigaciones que relacionan, con fundamento científico, el deseo de las monas al de las humanas, parecen apuntar a que, al menos científicamente, no estamos lo suficientemente atentos a lo que las mujeres demandan.
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