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miércoles, 8 de mayo de 2013

Por qué deberíamos hacer muchos más escraches

El único argumento digno de tal nombre que he escuchado en contra de los escraches es que exceden las formas de intervención política codificadas y, por tanto, son incontrolables. Según sus críticos, los escraches son inaceptables porque la democracia se basa en un conjunto de procedimientos formales y las interpelaciones personales están fuera de lugar. Al personalizar la política, la PAH estaría abriendo una vía potencialmente peligrosa. Como diría Dostoyevski si fuera medio idiota: si se rompen las reglas del juego democrático –lo que viene siendo escuchar a Mariano Rajoy hablar desde una tele de plasma– todo está permitido. La idea es, más o menos, que Ada Colau podría terminar paseándose por Madrid con la cabeza de Montoro clavada en una pica seguida por una turbamulta de desahuciados ataviados con uniformes paramilitares.
Se me ocurren dos respuestas a esta crítica:

1. La primera tiene que ver con lo que los escraches no son. Es verdad que la legitimidad política moderna es básicamente procedimental. Llamamos democracia a un conjunto de instituciones que nos resultan aceptables en virtud de su forma, no porque conduzcan necesariamente a un resultado determinado. Consideramos, por ejemplo, que las elecciones están bien aunque en ellas venzan opciones políticas distintas a las nuestras, porque entendemos que son la forma más adecuada de escoger entre la oferta disponible de lacayos de los banqueros.
Sería absurdo negar que existen prácticas políticas odiosas basadas en el señalamiento personalizado. Por eso no se puede justificar los escraches sobre la base de sus procedimientos. La cuestión es que nadie pretende tal cosa. Los miembros de la PAH no quieren sustituir el Parlamento por el cobrador del frac. Pero tampoco se resignan a que los políticos les traten como a los limpiacristales que se acercan a sus Audis en los semáforos.
Que una intervención política no se pueda justificar en virtud de su forma no significa que no se pueda justificar en absoluto, sino que para evaluarla hay que tomar en consideración su contenido y los resultados que cabe esperar de ella. Los convocantes de los escraches pretenden que se tome en serio una iniciativa legalmente regulada y respaldada por un millón y medio de firmas cuyo objetivo es paliar la situación de desamparo material de miles de personas. Además, han establecido normas estrictas relativas tanto al carácter no violento como al alcance de sus acciones. Por ejemplo, no persiguen a la familia extendida de Esperanza Aguirre hasta alguna de sus canonjías, aunque imagino que ganas no les faltaran.

2. La segunda respuesta tiene que ver con lo que la democracia puede aprender de los escraches.
La noción de representación política es conceptualmente muy endeble. Los capítulos más surrealistas de cualquier manual de ciencia política son los que tratan de explicar los misterios de la transustanciación de la voluntad popular a través de las urnas. Por eso hay gente que piensa que cualquier cosa que no sea la democracia directa y no delegada es una forma de oligarquía. En particular, se ha popularizado la idea de que deberíamos aprovechar las herramientas informáticas contemporáneas para incrementar la participación en la vida política.
Creo que es un error. La democracia, a diferencia del mercado o de Facebook, es algo más que una agregación de preferencias y afinidades individuales. La participación no es una finalidad en sí misma, sino un requisito para lo realmente importante, que es la deliberación en común.
En ciertas circunstancias, la representación puede reforzar los procesos de reflexión colectiva. La condición para que esto ocurra es que los representantes estén obligados a justificarse efectiva, y no sólo retóricamente, ante los electores. Cuando tenemos que dar cuenta a los demás de lo que hacemos solemos adoptar líneas de decisión coherentes que pueden ser discutidas racionalmente mejor que la acumulación caprichosa de likes.
Los escraches de la PAH subrayan la importancia de ese proceso de evaluación desde abajo y exigen a los políticos que se comprometan personalmente con él. No sólo no son antidemocráticos sino que señalan uno de los caminos que tenemos que recorrer para superar la deslegitimación contemporánea de la democracia representativa.

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