¿Ya no confías en ningún partido político? Bienvenido a la
democracia líquida (I)
Confieso que estoy hecho un lío. Lo estoy a rebufo del
affaire Bárcenas, de los ERE´s de Andalucía, de los sinvergüenzas de Valencia
que construyen aeropuertos sin aviones, y del jeto de Rajoy en un plasma
soltando lugares comunes, en plan Gran Hermano celtíbero. A estas alturas de la
película (de terror), pues, ya no sé a quién debo dirigir mi voto en las
próximas elecciones, si a los hippies “tol mundo er güeno” pseudocientíficos,
antitransgénicos y antivacunas de las izquierdas o a la caverna retrógrada,
religiosa y meapilas que se encomienda a la Virgen para que ella subsane el
fregado en el que andan metidos.
Vote a quien vote, me siento estafado. Sé que ambos me
robarán la cartera. Sospecho que si deposito mi confianza en un partido
pequeño, en cuanto se haga mayor, en cuanto abandone la posición “no tengo nada
que perder”, acabará haciendo exactamente lo mismo. Y encima, como se ha
demostrado, una formación política puede incumplir punto por punto todo su
programa y yo no podré arrepentirme hasta transcurridos los cuatro años de
rigor. Ni siquiera me dejarán quemar Barcelona o Madrid por la rabia, porque
encima me iré a casa con un ojo menos de resultas de un bola de goma.
Dada esta situación, uno se pregunta, quizá de un modo un
tanto apocalíptico, si no estamos viviendo, de facto, en una dictadura que
finge no serlo. O directamente, si a político solo se meten pícaros y estultos
con una gran facilidad para hacer teatro y mentir sin que se le caiga la cara
de vergüenza (o tal vez es el propio sistema el que te invita a convertirte en
eso, tal y como denuncian algunos técnicos).
¿Qué tipo de democracia quieres?
A grandes rasgos, el problema de la democracia actual se
puede resumir en dos posturas. Apostar por una democracia pura, en la que los
ciudadanos voten y decidan directamente, sin intermediarios, a propósito de
todas las decisiones importantes. ¿La seguridad social debe financiar la
homeopatía? Preguntemos al pueblo. ¿Debemos construir más kilómetros de AVE?
Preguntemos al pueblo. ¿Eliminamos el Senado? Preguntemos al pueblo.
Este tipo de democracia resultaría, a la larga, perniciosa
para todos, porque la mayoría de nosotros no tenemos el tiempo (y a veces ni
las ganas) de profundizar en absolutamente todos los temas. Uno puede haber
leído mucho sobre los beneficios de tener un medio de transporte como el AVE. O
puede que haya pasado meses buceando en ensayos clínicos sobre homeopatía. Pero
nadie puede dominar todos los temas. De hecho, en la mayoría de los temas,
todos nosotros somos unos completos ignorantes. Imaginaos el resultado, pues:
la mayor parte de las decisiones complejas se dirimirían por parte de una
mayoría de personas ignorantes en dicho tema.
Así que al final acabaríamos tomando decisiones erróneas.
Sería profundamente democráticas, eso sí, pero también profundamente erróneas.
Como si a la hora de decidir el grosor de los pilares maestros de un
rascacielos de 50 plantas le preguntáramos a todo el que pase por allí, y no a
los ingenieros. La democracia directa, en consecuencia, resulta tan nociva como
sus opuestos, como las tiranías, las monarquías, o las teocracias.
El otro tipo de democracia, en la que actualmente estamos
inmersos, evita preguntar sobre toda clase de temas al pueblo, derivando esa
responsabilidad a un comité de expertos. Es decir, las formaciones políticas.
Cedemos nuestra confianza a un grupo de personas que se dedica, supuestamente,
a profundizar en todos los temas que a nosotros se nos escapan. Delegamos. En
esta clase de democracia representativa, al final, lo que más importa son los
resultados (o explicar de la forma más pedagógica posible la razón de que se
decida, por ejemplo, subir determinado impuesto o cualquier otra medida
impopular que, a largo plazo, tendrá beneficios para todos).
Esta clase de democracia parece tener mejor pinta que la
democracia pura. Al fin y al cabo, sólo los médicos operan a corazón abierto.
Sólo los jueces te condenan al trullo. Sólo los pilotos manejan aviones
comerciales. Así pues, sólo los políticos y los expertos que ellos designen
deberán tomar las mejores decisiones para el pueblo. Pasada la legislatura, el pueblo
echará cuentas y decidirá o no volver a confiar en esa formación política.
El problema, dadas las circunstancias, es que los políticos
parecen tontos, en el mejor de los casos, o directamente son unos mangantes, en
el peor. Si no podemos confiar en el vecino tonto, pero tampoco en la
integridad intelectual y moral del experto, ¿qué nos queda?