Las partículas radiactivas que dejaron en la atmósfera los tests nucleares han servido para resolver misterios en biología o empezar a comprender la importancia del cambio climático
Test nuclear realizado por EEUU en el atolón de Bikini el 25 de julio de 1946 /
U.S. Navy
Los cientos de ensayos nucleares realizados durante la segunda mitad del siglo XX dejaron una marca indeleble sobre el planeta y sus habitantes. Aunque las bombas atómicas hayan dejado casi siempre cicatrices de mal recuerdo, algunas de las señales que grabaron sobre el planeta están siendo útiles para la ciencia como testigos de los más diversos fenómenos. Esta semana,
Cell publicaba la resolución de un antiguo misterio sobre la regeneración de nuestras neuronas, pero no es la primera vez que los residuos radiactivos han sido útiles para desentrañar enigmas.
1. Las neuronas se regeneran hasta la muerte
Durante mucho tiempo, se creyó que los cerebros adultos no producían nuevas neuronas. Desarrollábamos estas células en las primeras etapas de nuestro desarrollo y todo lo que se perdiese a partir de ese momento era irrecuperable. En 1998, científicos suecos realizaron un experimento con voluntarios que habían accedido a que se diseccionase su cerebro una vez muertos. Antes, habían recibido un compuesto que servía para seguir si se desarrollaban o no nuevas neuronas. El resultado fue positivo, pero como posteriormente se comprobó que el compuesto utilizado para realizar el seguimiento era tóxico, no se volvió a replicar.
A pesar de aquellos resultados y de los experimentos con ratones que habían demostrado la aparición de nuevas neuronas durante la edad adulta, faltaban pruebas para cerrar el debate. Eso es lo que ha encontrado gracias a los ensayos nucleares de los primeros años de la Guerra Fría un equipo de investigadores del Instituto Karolinska de Estocolmo. Los investigadores, que han publicado sus resultados en la revista
Cell, han utilizado las grandes cantidades de carbono 14 liberadas por las explosiones nucleares para seguir la producción de neuronas en los cerebros de varios voluntarios. Este isótopo radiactivo, que dobló su presencia en la atmósfera durante los años 50 y 60, fue absorbido por las plantas y se incorporó a las células de todos los seres vivos, incluidos los humanos. Como se va desintegrando a un ritmo estable, estudiar la cantidad de ese elemento que queda en una célula sirve para saber cuándo apareció.
Cada día aparecen 1.400 nuevas neuronas en el cerebro en un proceso que dura toda la vida
Con este sistema pudieron comprobar que más de un tercio de las células del hipocampo, una región fundamental para la memoria, se reemplazaban continuamente. Los autores calcularon que cada día aparecen 1.400 nuevas neuronas en un proceso que puede ser relevante para el aprendizaje, la formación de nuevas memorias y su organización. No obstante, también tiene importancia el descubrimiento de que, a diferencia de otros animales que reconstruyen sin problema sus estructuras cerebrales completas, en los humanos hay dos tercios de neuronas que no se sustituyen y pueden ser relevantes en nuestra capacidad para recordar.
Otro estudio, que también utilizaba los restos de carbono 14 acumulados en las células tras los ensayos nucleares, descubrió que el tendón de Aquiles no se recupera con el tiempo.
2. La bomba y el descubrimiento del cambio climático
Los propios responsables de la aparición de ese exceso de carbono 14 que ha servido a los investigadores suecos para comprobar la capacidad de generar neuronas del cerebro, fueron los primeros que empezaron a analizar su presencia en la atmósfera.
Según explica el historiador de la Universidad de Míchigan Paul Edwards, el carbono radiactivo inyectado por los tests nucleares en la atmósfera se convirtió en la primera manera efectiva para seguir el camino que seguían determinadas corrientes de aire a grandes altitudes.
Entre 1953 y 1957, científicos del Laboratorio Nacional Argonne, el Servicio Climatológico y el Instituto Fermi para Estudios Nucleares, todos en EEUU, comenzaron a emplear globos para recoger muestras de aire en la atmósfera. Analizaron las concentraciones de dióxido de carbono, carbono radiactivo y tritio y descubrieron muchas cosas que ahora están en la base de nuestra comprensión del cambio climático.
En primer lugar, hallaron que las concentraciones de dióxido de carbono eran prácticamente uniformes a todas las altitudes, demostrando que este gas se mezcla rápidamente y de una forma homogénea por toda la atmósfera. Esto mostró, entre otras cosas, que unas pocas mediciones tomadas en un puñado de lugares sería suficiente para conocer la concentración global de dióxido de carbono. Esa concentración era entonces de 310 partes por millón;
hoy roza las 400. La ciencia que nació en busca de los restos de aquellas armas que amenazaban con aniquilar la vida sobre la Tierra, se ha acabado poniendo al servicio de otra amenaza de dimensiones descomunales para la civilización.
3. Los ojos de un muerto dicen cuándo nació
El cristalino, la lente de nuestros ojos que nos permite ver, también es un depósito para el carbono radiactivo que nos dejó como herencia la Guerra Fría. Este órgano está formado por proteínas comprimidas tan estrechamente que se comportan como cristales y dejan pasar la luz. Esta lente se va formando desde que somos concebidos hasta los dos primeros años de vida. A partir de ese momento, una vez que la construcción ha terminado, el cristalino permanece inmutable hasta la muerte.
Esta característica, unida al carbono 14 procedente de las bombas, permitió a investigadores de la Universidad de Aarhus, en Dinamarca, crear un sistema para calcular la fecha de nacimiento de un muerto no identificado. Esta técnica, que puede tener aplicaciones en medicina forense, requiere la aplicación de un gran acelerador de partículas con el que es posible calcular hasta el miligramo la cantidad de carbono 14 presente en el cristalino. Conociendo esta cantidad, es posible calcular la edad del fallecido.
Este estudio, publicado en 2008, ya mostraba el potencial de esta técnica para comprobar qué tipo de tejidos se regeneran y cuáles no, como en el caso de las neuronas o del tendón de Aquiles.
4. Un test atómico para detectar el buen whisky
Las trazas de los tests atómicos también han sido utilizadas para calcular la edad del whisky y separar carísimas bebidas con siglos de envejecimiento de otras sin valor hechas hace unos pocos años.
Según contaba el diario Daily Telegraph, investigadores de la Unidad de Aceleración de Radiocarbono de Oxford descubrieron que podían calcular con precisión la fecha de creación de un whisky buscando los restos de las partículas radiactivas producidas por los tests atómicos de los años 50 que se acumularon en la cebada empleada para producir la bebida. Los responsables del laboratorio también afirmaban que serían capaces de calcular la edad de whiskies anteriores a la Guerra Fría buscando otro tipo de radiaciones naturales.
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